Siempre fue un hombre afable y un arqueólogo de prestigio mundial. Su fama nunca afectó la sencillez de su trato, pero durante los últimos cinco años trabajó en un sitio secreto con sólo unos cuantos compañeros
Siempre fue un hombre afable y un arqueólogo de prestigio mundial. Su fama nunca afectó la sencillez de su trato, pero durante los últimos cinco años trabajó en un sitio secreto con sólo unos cuantos compañeros. Se iba por varias semanas de casa y regresaba exhausto, aunque volvía a partir después de unos días. En diciembre pasado retornó para ya no partir.
Mi padre pasa la mayor parte del día sentado en el sillón de la sala. Algo grave le sucede.
Hoy parece dispuesto a hablar.
—Nunca diré en dónde está esa montaña.
—¿Cuál montaña, papá?
—Encontramos una ciudad bajo la tierra, un laberinto poblado por algunos antropoides. Tal como lo oyes, antropoides que viven en las entrañas de la montaña sin salir a la superficie.
—Eso es imposible.
—Sus ojos están adaptados a la oscuridad, caminan lo mismo en cuatro que en dos extremidades. No miden más de un metro y tienen garras. Son topos humanos.
—¿Y por qué no quieres decirlo? —pregunto.
—Ya destruí todas las evidencias y me iré a la tumba callado —responde—. Mis compañeros también juraron no revelar el lugar.
—¿Cuál es la mayor prueba de que esos seres existieron?
—Habíamos hecho un gran trabajo científico. Estábamos listos para dar la noticia, pero una mañana, hace algunos meses, aparecieron decididos a enfrentarnos. Los vimos por primera vez sobre rocas al fondo de la galería más profunda y alejada. Las linternas los iluminaban bien. En posición de ataque se disponían a saltar sobre nosotros. Huimos del sitio y desde entonces no hemos regresado. Imposible olvidar aquellos rostros de rata, simio y persona.
—Insisto, pasarías a la historia si develas el descubrimiento.
—Los matarían, esos antropoides han sobrevivido miles y miles de años ahí. Los matarían a todos.