Un padre, un hijo, una bicicleta, una ciudad quebrada. Eso fue suficiente para cambiar el rumbo del cine
Alejandro Sosa
Lanzada en 1948, Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette) de Vittorio De Sica no solo reconfiguró la gramática cinematográfica: quebró el alma de quienes aún creían que el cine era un artificio y no una forma de verdad. Ganadora del Óscar Honorario a Mejor Película Extranjera, del BAFTA, del Premio Especial del Jurado en Locarno, del Globo de Oro, y celebrada por la crítica internacional como la película más profundamente humana de la historia, esta obra se convirtió en la médula del neorrealismo italiano y en una declaración de principios: cuando todo falta —dinero, trabajo, justicia, futuro—, el cine puede aún ofrecer amor, dignidad y sentido.
Martin Scorsese la considera “una película que cambió su manera de ver el cine”; Andrei Tarkovski la llamaba “una obra que se atreve a mirar al alma humana sin maquillaje”. Y Akira Kurosawa afirmaba que “en Ladrón de bicicletas no se ve cine, se ve humanidad”. Esa es su grandeza: no necesita argumento complejo, ni música grandilocuente, ni finales felices. Lo que presenta es la desesperación pura de un hombre que busca su bicicleta robada para poder trabajar, mientras su hijo lo acompaña. Nada más.
Ladrón de bicicletas es una obra construida sobre la premisa radical de ver la vida tal como es. Fue filmada con actores no profesionales, en locaciones reales en Roma, en una Italia devastada tras la Segunda Guerra Mundial, donde los escombros eran más abundantes que los alimentos, y la incertidumbre más palpable que la esperanza. Su protagonista, Antonio Ricci, es un padre sin trabajo que consigue empleo pegando carteles, pero para hacerlo necesita una bicicleta. Se la roba el sistema, se la roba el contexto, se la roba la miseria. Él intenta recuperarla, porque recuperarla es mantener su humanidad, su voz, su dignidad.
Esta búsqueda —simple en apariencia— es una de las narraciones más universales y complejas que ha ofrecido el cine, no solo por su contenido, sino por lo que representa: el cuerpo del hombre moderno, precarizado, colapsado, desplazado, cuya fuerza ya no se mide por su capacidad de producir, sino por su obstinación de seguir amando, incluso en la ruina.
El neorrealismo italiano nace, entonces, como una respuesta. Una corriente cinematográfica, sí, pero también una rebelión artística contra los lenguajes dominantes, una manera de reescribir el cine desde las grietas del pueblo. De Sica y Zavattini no buscaron personajes extraordinarios ni epopeyas artificiales: buscaron la simpleza épica y secreta del hombre ordinario.
Desde la perspectiva psicoanalítica y existencial, lo que ocurre entre Antonio y su hijo Bruno no es simplemente una relación padre-hijo: es una transferencia emocional que roza lo sagrado. Antonio ve en Bruno no solo a su hijo, sino al testigo de su fracaso, su brújula moral, su última razón para resistir. Bruno no necesita hablar mucho: su mirada lo dice todo. Su presencia transforma el dolor en rito, el camino en espejo. El hijo es, en esta película, el último sostén del padre. El cine no nos ofrece salvación en esta historia, pero sí una catarsis emocional profunda. El dolor del protagonista no es solo el dolor por una bicicleta, sino el dolor de no poder cumplir el rol social asignado a los hombres en el siglo XX: el del proveedor, el del héroe. En un sistema roto, ese rol se vuelve imposible, pero el vínculo humano no.
La grandeza del cine de De Sica es que no denuncia: simplemente muestra. Muestra la desigualdad, muestra la injusticia, muestra la vida. Y en eso reside su poder. Italia, en 1948, era una nación partida en dos: entre la nostalgia del fascismo caído y la ilusión del comunismo que prometía redención. La reconstrucción era lenta, y la identidad nacional estaba en juego. El cine fue la voz de esa fractura. Mientras algunos cineastas apostaban por el glamour, De Sica eligió los escombros.
Pero no se trata solo de mostrar la pobreza: se trata de dignificarla sin idealizarla. De hacer del dolor un relato. De encontrar en lo cotidiano los gestos más profundamente éticos. Una mano que toma a un niño del hombro, un padre que camina kilómetros bajo el sol para buscar empleo, una lágrima que no se derrama.
Escribir sobre Ladrón de bicicletas no solo es analizar una película, sino hablar de nosotros mismos, de nuestras ausencias, de nuestras aspiraciones, de nuestras fragilidades. Cada espectador, desde su historia, puede encontrar un eco en ese relato. En mi caso —y sin convertir esta reflexión en una crónica personal— esta película es una de las razones de mi pasión por el cine. Años después de conocer la pelicula, como padre de un hijo, volvió a resignificarse. Aunque jamás he pasado por las carencias de Antonio Ricci, ni he enfrentado esa desesperación, reconozco en su mirada el amor que se entrega sin garantías. Y entiendo que en la vida, muchas veces, un hijo es el único lugar donde uno se siente completo.
Padres e hijos en el arte
La historia del arte está marcada por este vínculo inquebrantable. El chico de Chaplin, La vida es bella de Benigni, El niño con la bicicleta de los Dardenne, En busca de la felicidad de Muccino, The Road de Hillcoat, El hijo de Saúl de Nemes, El niño de Tarkovski, o incluso El niño del pijama de rayas de Herman.
En todas, el padre lucha contra la historia, contra el dolor, contra su propia imposibilidad, para ofrecerle al hijo al menos una sombra de esperanza. Porque si no hay futuro, al menos hay compañía. Y si no hay pan, hay amor. Y si no hay certezas, hay historias. Eso, al final, es lo que nos ha mantenido humanos.
Ladrón de bicicletas no tiene una resolución feliz. Pero sí tiene una verdad: el amor no es redentor, pero sí resistente. El hijo toma la mano del padre caído, y caminan juntos. No sabemos hacia dónde. No importa. Ese es el final más poderoso que puede ofrecer el cine.
*Referencias Bibliográficas.
Bazin, André. ¿Qué es el cine?, Ed. Rialp, 1958.