El Estado secular es resultado del triunfo del liberalismo. Por definición se trata de una estructura estatal sin religión

Jaime Darío Oseguera Méndez

El Estado secular es resultado del triunfo del liberalismo. Por definición se trata de una estructura estatal sin religión. No se encuentra orientado por una línea teológica determinada; tampoco es gobernado por iniciados en rituales filosófico religiosos como reyes, papas, nobles en general.

El gobierno secular fue la respuesta del liberalismo a la dictadura de los monarcas. Tal vez sea mejor decir que fue la consecuencia de la lucha de la humanidad contra las ideas absolutas y sus excesos.

Todas las monarquías, hipócritamente disfrazadas de sentimientos religiosos genuinos, se condujeron bajo las verdades irrefutables. En eso consiste al absolutismo: en la creencia arraigada en un sistema de gobierno designado por la divinidad sin escalas. Donde sólo unos cuantos tienen acceso al poder por proceder de una estipe o casta designada por Dios.

En los estados religiosos, dictatoriales, el poder económico, político y social está concentrado en las clases altas, quienes están destinados a gobernar porque sí, por su derecho de sangre.

La Revolución Francesa con sus altas y bajas, seguidores y detractores, repúblicas e intentos de restauración monárquica, irrumpe para atacar el poder de los reyes y sus verdades incuestionables en todos los ámbitos: la ciencia, sociedad, cultura, política y economía.

El impulso revolucionario lo realiza una nueva clase social, la naciente burguesía buscando su cuota en el gran pastel de la riqueza, el estatus y las posiciones políticas.

De manera que la muerte del estado religioso, absolutista, monárquico a manos del liberalismo y la ilustración generó el advenimiento del ciudadano. Ese estatus de igualdad que hoy está tan menospreciado, establece una condición para los gobiernos que sustituyeran a las monarquías: la libertad y la igualdad.

Con el ciudadano nace también la República que sustituye a los gobiernos patrimonialistas. En las monarquías, la dinastía gobernante era dueña de todo: las tierras, los bancos, las ideas, las cárceles, el dinero, todo.

El ciudadano y la República son la consecuencia del repudio a esa clase de gobiernos y casta de gobernantes que en la locura del abuso del poder se enriquecían escandalosamente; ellos y sus allegados, los beneficiarios del poder que cortesanamente siempre aparecen al lado de esa clase gobernante.

El repudio a la monarquía y el absolutismo lo es también a sus expresiones de gobernar. No sólo a los castillos y residencias insultantes para la medianía de los gobernados, sino a sus estilos de vida, ropajes, viajes, carros, conductas, excesos en general.

La República proclamó el nacimiento del estado laico, respetuoso de las libertades de creencia y proclamó el principio de que el gobernante debe estar al servicio del ciudadano. La ley deberá servir al individuo y protegerlo de cualquier exceso del gobernante que, en todo caso, y siguiendo a Rousseau con los clásicos del contractualismo, se debe a la voluntad general. Ni a la divina ni a la suya propia por férrea que esta sea: sino a la soberanía popular.

Este cambio trae aparejadas al menos dos consecuencias: primero la creación de un orden burocrático permanente, profesional, que tenga capacidades para responder de a las tareas que impone el gobierno. En teoría, un poco utópica, se especializa y, como consecuencia, es profesional y sirve al pueblo.

Max Webber después la identificó como la “Jaula de Hierro”: un gobierno profesional, con un servicio civil de carrera, especializada en sus temas, a diferencia de lo que sucedía con los monarcas que simplemente disponían de sus serviles para enriquecerse abusando del poder; respondiendo sólo a la avaricia y ambición propias de su estirpe.

La segunda consecuencia fue que los servidores públicos, al tener asegurada su permanencia, garantizaban un salario digno, decoroso, a la altura de su esfuerzo, pero sin excesos en virtud de que era permanente. Surge entonces la idea de que los gobiernos y más que nada los gobernantes, en la República aceptaban la condición austera de su posición.

No es solamente una decisión personal; no estamos ante un problema ético sino en esencia es una convicción. En el sistema republicano, aquellos que participan del gobierno en sus diferentes modalidades, asumen que tendrán un ingreso decoroso, para vivir decentemente de manera que no tengan la necesidad de esquilmar las arcas públicas.

No significa que sea indebido que un individuo se enriquezca con las ganancias de su trabajo lícito: el punto es que no sea a costa del gobierno. El dinero público, las licitaciones, el enriquecimiento ilícito con recursos del gobierno, tan común la actualidad en todo el mundo, fueron la razón por la que se combatió a las monarquías.

Más aún, la izquierda en la historia de las ideologías políticas, siempre estuvo en contra de esos excesos, la ambición, el enriquecimiento desmedido usando al Estado como trampolín. Con una agravante: fue el discurso con el que llegaron al gobierno en todos los países del mundo donde han ganado.

La exhibición de los viajes innecesarios, las mansiones ostentosas, los relojes, zapatos y vestimentas estúpidamente costosos es uno de los elementos que ha destruido gobiernos en México y en el mundo. Así cayó el PRI.

Más grave cuando quienes presumen sus relojes, viajes, autos, joyas y estilos de vida que no corresponden con la austeridad llegaron al poder criticando lo que hoy hacen. En todo caso sólo muestran austeridad de inteligencia.

Cualquier individuo, profesionista, empresario, comerciante, agricultor próspero, que con el fruto de su trabajo pueda pagar para proveerse de los lujos que su ingreso le permita, está desde luego en su derecho de hacerlo.

La teoría es que eso no debería suceder desde el gobierno, menos en uno de izquierda y aún menos viniendo de quienes en la critica de los excesos llegaron a los gobiernos pregonando austeridad y hoy exhiben, escandalosamente todo lo contrario.