Mirador ambiental

Los esfuerzos por la conservación de la vida natural, que vista desde la perspectiva de lo humano, no es otra cosa que la lucha por la sobrevivencia de nosotros mismos, tiene que avanzar a contracorriente de los discursos del poder.

Desde hace algunos siglos ha venido enraizando y fortaleciéndose la creencia de que el hombre debe dominar y subordinar por completo a la naturaleza, que la debe tomar para servirse de ella, para construir riqueza, y para instituir un estilo de vida propio del progreso.

Hace siglos, cuando la mayor parte del planeta conservaba enteros sus ecosistemas, esa creencia se correspondía con otra que la alentaba con furor, a saber, que la riqueza natural era infinita, ¡imposible acabársela!

Ya en el siglo XX la idea de la infinitud de la naturaleza se contrastaba con los estragos ocasionados en regiones de todos los continentes en los que la idea contraria, la de la finitud, emergía como crítica realista al derroche de una civilización que ya estaba cosechando consecuencias fatales de aquella creencia.

En este primer cuarto del siglo XXI la información correspondiente a los daños que nuestra especie le ha hecho al planeta reporta un crecimiento apabullante.

El calentamiento global, el cambio climático, la destrucción del 15% del total de los bosques del planeta, el agotamiento de mantos acuíferos, la erosión y esterilidad de las tierras, la contaminación con residuos sólidos en tierras y mares, tienen sitiada a nuestra civilización.

Decía el filósofo y escritor Albert Camus que “el hombres es el único que destruye lo que prefiere”, y tiene razón. En los tiempos que corren, en los que nos maravillamos por las investigaciones que se realizan para generar inteligencia artificial o para identificar inteligencia en los animales, casi nadie ha reparado en que nos sería más útil investigar las causas de la estupidez humana.

Hasta ahora en la historia del ambientalismo se cuenta con la crónica de muchos finales; hay la crónica del final de un bosque, de una especie, de un acuífero, de un humedal, de un río, de un glaciar, pero muy pocos se han puesto a pensar en que con esos finales parciales sólo se está anticipando —aunque suene a catastrofismo—, la crónica final del planeta.

La razón es obvia, cada final sólo se suma a otro final previo, porque no hay nada previsto en el presente ni en el futuro que impida que lleguen otros finales, ni los gobiernos ni los ciudadanos hacemos gran cosa por impedir esos finales.

Y la explicación de ello se encuentra en los discursos de poder, que son los que construyen nuestras creencias, y a través de los cuales justificamos económica, política, cultural y socialmente, la normalidad de la destrucción ecosistémica.

El ambientalista español Joaquín Araujo revela, desde su óptica, que “el machismo y el supremacismo es lo que está detrás de la destrucción de la naturaleza, y que eso representa el ejercicio del poder y el acto de conquistar”.

La civilización de nuestros días padece de ceguera ambiental. Es una ceguera que encuentra justificación en valores modernos bien arraigados y profusamente reforzados como la utilidad, la monetarización, el gozo, la inmediatez y la subordinación.

La economía, como el valor supremo de la modernidad, tiene tanto poder que tiende a repeler los valores emergentes del ambientalismo que busca equilibrarla con las necesidades de la sociedad y los valores de la ecología. A lo más que se ha llegado es a generar discursos y políticas que en muy contadas ocasiones van más allá del escritorio o del diálogo político con los electores.

La ceguera ambiental ha proliferado gracias a que en el discurso del poder se privilegia la construcción de una realidad alternativa que todo lo justifica, por ejemplo, la pérdida de bosques y el cambio de uso de suelo se justifican porque se generan empleos y mucha riqueza; el cambio climático, se dice, es sólo un fenómeno cíclico transitorio; es un mito que las energías fósiles ocasionen daños; el descongelamiento de glaciares es temporal, etc.

En los gobiernos, instrumentos de poder, ha prevalecido esta misma ceguera. Sus protagonistas asumen que la aplicación estricta de la ley para acotar los poderosos intereses detrás del saqueo de la naturaleza va en contra de sus propósitos de poder profundos.

La efectiva defensa de lo ambiental, reconocen, no da para la continuidad de sus proyectos políticos. Es más, los costos electorales suelen ser sufragados por los beneficiarios de la destrucción.

La vía que nos queda, estrecha, modesta y riesgosa, es la resistencia civil. Esta es otra manera de ejercer el poder, cierto, pero desde la ciudadanía. Desde luego es una vía que cotejada con la de los poderes instituidos es por completo asimétrica.

Tiene que señalar al poder del estado, al de los políticos, al de los que han hecho fortuna destruyendo y, por si fuera poco, tiene que cuestionar a los grupos de criminales que también hacen fortuna con la naturaleza y que el estado no logra derrotar.

Quienes ejercen los poderes instituidos, si quisieran actuar, están protegidos, los mismos criminales tienen su protección, los defensores del derecho ambiental en cambio están por completo expuestos, su única protección es la que le pueden dar otros ciudadanos, sus comunidades, o si son creyentes, la bendición de Dios.

*El autor es analista político, experto en temas de Medio Ambiente, e integrante del Consejo Estatal de Ecología.