Cada recuerdo perdido.
Un altar de vidas eléctricas, todas ellas incomprendidas, como debe ser; una exhortación a los días ahora vacíos de materia, de axilas en plena propagación de sudores ácidos; pero también noches como máscaras de anhelos y de piernas enredadas y casi felices; días y noches que ahora son puramente mentales en la repetición de los episodios de abuelas enfurecidas con los nietos y con los perros. Un altar de escapatorias envueltas en los fríos con dolores en la garganta, fugas hacia ninguna parte, pero siempre atentas a la aparición casi sagrada de lo que después sería la mujer de los ojos como uvas o de la boca como durazno sin remedio: “Llega diciembre y el año se va, / es un principio que anuncia un final”. Los calcetines gruesos y el parpadeo de la luz en la mañana en que diciembre entró por las ventanas bajo el disfraz de cancioncitas cursis pero cuyas guitarras eléctricas le conmovían en secreto y casi hasta el lloriqueo especulativo de un muñeco de plastilina: “Pasan los días / cerca de mí, / pero tu risa nunca se va”. Soberanamente autista en el acto de levantarse e ir del baño a la cocina inmóvil como un maniquí de frutas secas en el refrigerador. Las pulsiones de su propio invierno no tenían flores ni promesas ni lugar en ese altar de lugares entrañables y de rostros alegres en la caída final de la especie. Tan sólo la certeza de una lejanía y la alucinada tranquilidad de los que saben que, en una madrugada del futuro sin árboles derrotados, también habrá un rostro invernal en esa almohada de piedra, sin estridencias cosmopolitas, casi como los que evocan el hielo infantil en el paredón de las muchas vidas que se les han escapado, también en diciembre: “Cuando el invierno extiende las horas de oscuridad / a veces sueño contigo / qué no daría porque pudieras recuperar / cada recuerdo perdido” (“Flores de invierno”, La Barranca).