Salomón Cuevas vivía en el barrio pobre donde nació. Al cumplir los treinta renunció a su trabajo como fogonero para dedicarse a cantar de tiempo complet

Saúl Juárez

Salomón Cuevas vivía en el barrio pobre donde nació. Al cumplir los treinta renunció a su trabajo como fogonero para dedicarse a cantar de tiempo completo. Interpretaba con emoción las canciones de antaño, las que le gustaban a su madre.

En el bar “Las musas”, un oasis a mitad de la peor calle del barrio,  conoció al mudo Gámez, pianista que había acompañado a cantantes de la época de oro. El músico veterano, logró que el dueño contratara también al cantante. La voz del tenor y la melancolía del piano se acoplaron a la perfección en un repertorio compuesto por canciones del abandono y el desamor. Era una música para bebedores solitarios.

   Cuevas encontró en Gámez al padre que nunca conoció. Se hicieron inseparables. Ya avanzada la madrugada acudían a un local que servía  tragos hasta el amanecer. Ahí el cantante refería lo que él llamaba los “pesares del alma”. Eran ejemplos de su miedo a entablar relaciones con las mujeres. El viejo sólo movía la cabeza.

  Lograron grabar un disco que se vendió de forma inusitada. Ante el triunfo, fueron contratados en el bar de un hotel cinco estrellas. No duró mucho la luz del éxito, el pianista murió a causa de la diabetes. Cuevas sabía que sin él ya no podría seguir adelante. Sin ninguna pena decidió regresar a “Las musas”, ahora acompañado por otro pianista.

   Salomón Cuevas acudía solo al local de desvelados. Se había vuelto tan silencioso como el difunto al que tanto extrañaba. Bebía a sorbos los “pesares del alma”.

  Al amanecer se iba a dormir en una habitación junto a la estación de ferrocarril. No parecía un hombre derrotado, comentó uno de los clientes del bar, tan sólo era un cantante triste.