Por eso la pregunta es elemental, ¿cuántos jóvenes como él habrían tenido un destino distinto si, en lugar de espectáculos, el gobernador hubiera construido una política real para impedir que niñas, niños y adolescentes cayeran en manos del crimen organizado?

Lorena Cortés

México tiene uno de los ecosistemas delictivos más complejos del planeta, lo anterior lo confirma la tercera edición del Índice Mundial de Delincuencia Organizada 2025, que posiciona al país en el primer lugar del mundo en mercados criminales, sólo detrás de Myanmar y Colombia y lo ubica en un preocupante puesto 111 de 193 en resiliencia institucional.

Esa resilencia obedece a  instituciones debilitadas que no alcanzan el ritmo, la escala ni la sofisticación de sus adversarios criminales.  En Michoacán esos pilares se han erosionado al grado de permitir algo más grave que la simple inseguridad, la instauración progresiva de una gobernanza criminal.

Michoacán es un espejo nacional, con instituciones sin capacidad real. Esa renuncia se intensificó bajo Ramírez Bedolla, quien sustituyó profesionalismo por lealtad y dejó a las instituciones sin técnica.  El resultado salta a la vista el Estado se debilitó en gran medida porque la partidocracia convirtió la administración pública en un botín político en lugar de un instrumento de seguridad.

La inseguridad no solo se mide en homicidios que el oficialismo presume a la baja; también se mide en lo que debería ser más valioso para cualquier gobierno: la vulnerabilidad de sus niños, niñas y adolescentes. En un país con uno de los ecosistemas criminales más complejos del planeta y una resiliencia institucional extremadamente débil, la fragilidad juvenil es un indicador central del colapso. En Michoacán, esta realidad es aún más cruda: ser joven, sobre todo hombre, implica un riesgo altísimo de homicidio, desaparición o reclutamiento. Es un ecosistema depredador donde el Estado ofrece conciertos como “Jalo” en el Estadio Morelos, una respuesta frívola ante un problema que exige estrategia y capacidad real. Y lo más preocupante, el sexenio de Ramírez Bedolla no logró instaurar una política seria de prevención del delito, dejando a los michoacanos expuestos al crimen y la violencia.

En ese contexto, el caso de Víctor Manuel, de 17 años, implicado en el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no es solo una tragedia, es la evidencia dolorosa de un Estado que dejó a sus jóvenes a merced del crimen. Por eso la pregunta es elemental, ¿cuántos jóvenes como él habrían tenido un destino distinto si, en lugar de espectáculos, el gobernador hubiera construido una política real para impedir que niñas, niños y adolescentes cayeran en manos del crimen organizado? Es una duda legítima, sostenida por la evidencia y por la ausencia de una estrategia seria donde más urgía.

Ese vacío ha permitido que las organizaciones criminales, operando como verdaderas transnacionales del delito, ocupen el espacio con una eficacia que exhibe la precariedad gubernamental.

La administración de Ramírez Bedolla no sólo no contuvo esta deriva, la profundizó al sustituir profesionalismo por lealtad partidista, instaurando la fórmula del régimen de 90 % lealtad y 10 % capacidad.

Michoacán demuestra que el crimen y la violencia no triunfan por su fuerza, sino por la fragilidad del Estado que debería contenerlos. Mientras la partidocracia siga administrando cargos como recompensas y no como responsabilidades técnicas, y mientras la prevención juvenil se sustituya por espectáculos, la criminalidad seguirá ganando terreno y cobrando la vida de miles de jóvenes. Por más planes que la federación despliegue para amortiguar el costo político de la violencia, sin instituciones locales fuertes, sin profesionalización, sin recursos y sin liderazgo real, la seguridad no mejorará, seguirá deteriorándose hasta que el Estado no solo pierda territorio, sino sentido de propósito.